Carta de un educador

Carlos, así se llama el niño que me enseñó qué quería ser de mayor. Le conocí hace 18 años. Soy de un pequeño pueblo manchego y, por aquel entonces, estudiaba logopedia. Una tarde, mientras paseaba, una tela sombreada me permitió observar el patio de una guardería. Los niños jugaban en pequeños grupos, compartían risas, juegos, y alguna que otra pelea. Pero algo llamó mi atención: un niño estaba sentado solo en el centro del patio, echándose arena a la boca para luego escupirla. Nadie jugaba con él, y él no buscaba jugar con nadie. Algo hizo clic en mi cabeza, o tal vez en mi corazón, no lo sé. ¡Me pareció tan triste! ¿Acaso no vamos a la guardería para compartir? Días después pregunté por él a alguien que trabajaba allí: “No se comunica ni pone intención”, me dijeron. “¡Así es imposible integrarlo!”. ¿Imposible? Hacer cualquier cosa, por absurda que parezca, siempre sería mejor que dejarlo solo un minuto más.
En ese momento decidí que quería algo más que ser logopeda: quería que ningún niño estuviera solo en el patio. Terminé la carrera y mi primera oportunidad laboral llegó gracias a una asociación que trabajaba con personas con discapacidad, en mi pueblo. Cuando me dieron la lista de niños, allí estaba él. Me moría de ganas de conocerlo y cambiar las cosas. En las primeras sesiones, Carlos no hacía contacto visual, no hablaba, pero sí comunicaba: deseo, necesidad, confusión, frustración. Su expresión, movimientos y gestos decían aquello que sus palabras no podían. Cada tarde le conocía mejor. Su abuela, que lo llevaba y recogía casi siempre, solía despedirse diciendo: “¿Va a hablar mi niño? ¿Va a hablar?”.
Tarde tras tarde, hice un máster en sensibilidad, empatía y esfuerzo, con un solo fin: la inclusión de Carlos. No fue nada fácil, pero, finalmente, Carlos comenzó primaria en un colegio ordinario. La ilusión y la perseverancia con la que hacía las cosas me mantuvo firme en la batalla, asesorando en todo lo que podía a la familia.
Tiempo después, surgió la oportunidad de ayudar a más niños en Madrid. Fue un sueño hecho realidad: trabajar por y para familias que creen en la inclusión, en que sus hijos, con y sin discapacidad, pueden aprender juntos y crecer como personas. Desde entonces, he sido testigo de cómo la inclusión transforma. Siempre pensé que abrir puertas ayudaba a crecer a los niños con discapacidad, pero he visto crecer aún más a sus compañeros: al niño más pasota, al docente más escéptico, a toda la comunidad. La inclusión es un aprendizaje bidireccional, un reto diario que moldea corazones y mentalidades.
Hoy, Carlos está estudiando Formación Profesional. Cuando me llama y me pregunta: “¿Qué tal estás?”, siempre le respondo: “Estoy bien, Carlos, cambiando el mundo gracias a ti”.
Promover una sociedad inclusiva y accesible es responsabilidad de todos. Y aunque el camino no siempre es fácil, cada pequeño paso cambia el mundo para mejor.
África Carabaño
Logopeda en Fundación Tacumi